Comieron y bebieron en Silo. Después, Ana se levantó y se puso a orar ante Yavé.
Estaba llena de amargura y lloraba sin consuelo. Suplicó a Yavé
y le hizo el siguiente voto: «¡Oh Yavé de los Ejércitos! Si es que te dignas mirar la aflicción de tu esclava, te acuerdas de mí y no me olvidas, dame un hijo varón. Yo te lo entregaré por todos los días de su vida y la navaja no pasará por su cabeza.»
Como ella estuviese orando mucho rato, el sacerdote Helí, que estaba sentado ante la puerta del Santuario, se puso a mirarla.
Pero veía que sólo movía los labios sin pronunciar palabras, pues Ana oraba en silencio. Pensó entonces que estaba ebria y le dijo:
«¿Acaso te voy a aguantar, ebria como estás? Sal hasta que te pase.»
Entonces Ana respondió: «No, señor, yo no he tomado ni vino ni cerveza; yo soy sólo una mujer apenada que desahoga su corazón ante Yavé.
No consideres a tu sierva como una mala mujer, pues si he estado orando tanto rato se debe sólo a mi gran pena y humillación.»
Helí le respondió: «Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que has pedido.»
Despidiéndose, ella dijo: «Ojalá merezca yo tu favor.» Y volviéndose por donde había venido, se sentó a la mesa y comió, y ya no tenía la misma cara de antes.
Se levantaron muy temprano y, después de haber adorado a Yavé, partieron de vuelta a su casa, en Ramá. Elcaná tuvo relaciones con su esposa Ana, y Yavé se acordó de ella y de su oración.
Luego Ana quedó embarazada y dio a luz un niño a quien llamó Samuel, «porque, dijo, se lo he pedido a Yavé».
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