Sabiduría 18.
Con la oración y el incienso de los sacrificios expiatorios. Así enfrentó a tu cólera, Señor, y puso fin a su prueba: vieron entonces que era tu servidor!
Para tus santos, sin embargo, resplandecía la luz. Los egipcios no los veían, pero los oían y pensaban que habían tenido mucha suerte al librarse de ellas.
Además les agradecían que no se vengaran después de todo lo que habían sufrido, y les pedían perdón.
En vez de esa oscuridad diste a tu pueblo una columna de fuego para que los guiara en su viaje a la aventura: su gloriosa migración se iba pues a hacer bajo un sol que no los quemaría.
Los Egipcios merecieron esa privación de la luz, esas tinieblas que los aprisionaban: ¿no habían ellos acaso retenido cautivos a tus hijos que debían llevar al mundo la luz inapagable de tu Ley?
Quisieron exterminar a los recién nacidos del pueblo santo; Moisés fue el único que se salvó entre los que eran abandonados. Para castigarlos, hiciste perecer a un gran número de ellos, luego los ahogaste a todos juntos en el mar impetuoso.
Esa noche había sido anunciada a nuestros padres, para que supieran después valorar tus promesas y depositaran en ellas su confianza.
Tu pueblo, pues, aguardaba el momento en que los justos serían salvados y sus enemigos, arruinados;
al castigar a nuestros adversarios cubriste de gloria a tus elegidos, es decir, a nosotros mismos.
Tus santos hijos, la raza de los buenos, ofrecieron pues en secreto el sacrificio y se comprometieron a observar esa ley divina: el pueblo seguiría siendo solidario tanto en los éxitos como en los peligros; después de lo cual entonaron los cantos de sus padres.
En ese mismo momento le hacían eco los clamores confusos de sus enemigos, junto con los gritos lastimeros de los que lloraban a sus hijos.
Una misma sentencia había castigado al servidor y a su patrón; el hombre del pueblo sufría lo mismo que el rey.
Lloraban a sus innumerables muertos, derribados todos por la misma muerte; los vivos no daban abasto para enterrarlos: la flor y nata de esa raza había perecido en un instante.
En un primer momento se habían negado a creer, engañados por sus magos, pero después de la muerte de sus primogénitos reconocieron que este pueblo era hijo de Dios.
Cuando todo estaba tranquilo en medio del silencio, y había transcurrido la mitad de la noche,
tu Palabra omnipotente se lanzó desde lo alto de los cielos, donde está junto a tu trono real, y se precipitó como un guerrero furioso sobre el país condenado al exterminio. Llevaba como espada acerada tu irrevocable decisión;
tocaba el cielo y pisaba la tierra; cuando golpeaba esparcía la muerte por todas partes.
De repente se sintieron perturbados por apariciones y horribles pesadillas: un terror indecible se apoderó de ellos.
Cuando caían agonizando en cualquier parte, sabían decir por qué morían,
porque habían sido informados por los sueños que los habían perturbado. No debían sucumbir sin saber por qué tenían que sufrir.
Es cierto que los justos también experimentaron la muerte: el flagelo alcanzó a muchos de ellos en el desierto; pero la cólera de Dios no duró tanto.
Un hombre intachable tomó inmediatamente su defensa con las armas de su ministerio: la oración y el incienso de los sacrificios expiatorios. Así enfrentó a tu cólera, Señor, y puso fin a su prueba: vieron entonces que era tu servidor.
Puso fin a tu resentimiento no con la fuerza física o la eficacia de las armas sino con su palabra: le recordó al Exterminador las promesas y las alianzas pactadas antiguamente con nuestros padres.
Cuando se interpuso, los muertos ya se apilaban; puso fin a la Cólera y le cerró el camino hacia los vivos.
Todo el mundo estaba representado en su larga túnica, en las cuatro hileras de piedras preciosas llevaba los nombres gloriosos de nuestros padres, y en su cabeza la diadema de tu majestad.
Al verlo, el Exterminador retrocedió y tuvo miedo: había bastado con este anticipo de tu cólera.
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